viernes, 4 de mayo de 2012

Más de cien razones: Mi razón, una razón más para ser maestro de escuela, por Alfonso Cortés Alegre

Más de cien razones: Mi razón, una razón más para ser maestro de escuela, por Alfonso Cortés Alegre

domingo, 17 de enero de 2010

Mi razón, una razón más para ser maestro de escuela, por Alfonso Cortés Alegre

Nací en los años 50, en el seno de una familia rural típica del pre-pirineo aragonés. Eran tiempos de subsistencia, casi de trueque. Mi padre, como muchos, no sabía leer. Mi madre valoraba mucho la escuela y no pudo estudiar pronto porque la mandaron a “servir”.
Teniendo cinco añicos, mi madre me llevó al colegio de las monjas que me enseñaron “la m con la a: ma”… y ví por primera vez una cartilla, un libro, una imagen. Me di cuenta de que la clase del colegio era algo muy distinto al patio o a la cocina de mi humilde casa. La monja sabía otras cosas que mis padres y abuelos; y en el colegio descubrí muchas cosas del mundo, que yo pensaba empezaba y acababa en Luesia. En mi primera infancia, ni existió la prensa ni la radio ni la televisión, y al cine semanal sólo iban los mayores. El colegio era una ventana al mundo y la monja me asomaba a la ventana. Me gustaba el colegio, me gustaba la monja.
En los años 60, con siete u ocho años, pasé a la Escuela Nacional de niños. Ni la escuela ni los maestros me gustaron. Tenía miedo de no aprender, de “fallar” cuando me preguntaran, me faltaba confianza y a los maestros los sentía muy lejos de mí. Era la escuela de mover y mover la muñeca para escribir y escribir…, entendiendo o sin entender. Yo no estaba bien en la escuela y me acordaba del colegio de las monjas.
Una mañana, cuando ya tenía diez u once años, vino a la escuela un fraile salesiano. Aún recuerdo su nombre. Y preguntó: “¿Quién quiere venir a estudiar a Sádaba?” “Yooo”, dije mientras mi mano se levantó como un resorte. El fraile me espetó: “Tendrás que levantarte a las siete, limpiar el colegio, ir a misa, estudiar y hacer deporte”. “De acuerdo”, fue mi respuesta. De inmediato quedamos en que tendría que ir un mes de pruebas a Zaragoza, en el mes de agosto.
Y mi madre empezó a marcar la ropa con mis iniciales A.C.A. El día de tomar el autobús se ahorcó el macho. Eso era un duro golpe para la economía familiar, porque ahora le resultaría más difícil labrar las tierras a mi padre enfermo del corazón. Mis padres decidieron que no podía marchar, que debía quedarme en casa. Pero iba a ser que no. Cogí la maleta y me fui a coger el autobús. Por fortuna, mi madre, madres no hay más que una, me siguió y me acompañó hasta el colegio salesiano de Zaragoza.
Ni los mejores efectos especiales de las películas diseñadas por ordenador, me han impresionado más que el cambio de una escuela rural a un colegio urbano de los salesianos: clases amplias y luminosas, mesas y sillas nuevas, duchas, biblioteca, libros y libros… y unas pistas deportivas… donde jugaban equipos equipados, competiciones oficiales con árbitro…
Pasó el mes de prueba, y al seminario de Sádaba. Un centro también espléndido con dormitorios para más de 100 chicos, duchas, frontón, piscina, teatro, televisión, pianos…
En los salesianos daban clases frailes y seglares. Eran dos mundos, dos formas de concebir la educación. Los profesores de instituto contratados nos explicaban muchas cosas, nos mandaban muchos deberes, nos ponían muchos exámenes, nos preguntaban mucho en clase, nos obligaban a memorizar y memorizar…Mis queridos frailes salesianos también hacían lo mismo pero de otra manera, con otra actitud, “con otra mirada”, con otra llegada hasta mi persona. Yo creo que nos querían. Cuando veía cómo trabajaban en clase los frailes, me enamoré de la profesión de ser docente.
Al cerrarse el seminario de Sádaba nos llevaron al seminario de Campello (Alicante). Las mismas experiencias, las mismas sensaciones… Tenía claro que yo no quería ser fraile salesiano, sino maestro seglar.
En los años 70 dejé el seminario y pasé a finalizar el bachillerato (6º) y el COU al Instituto Laboral de Ejea de los Caballeros. A la mayoría del profesorado lo percibo distante, lejano, sabio, salvo al profesor de Filosofía que intenta ordenar mi cabeza, insistiendo en la importancia de entender el mundo que nos rodea y aprender a ser persona, ciudadano… Eso, desde luego, me pareció algo importante y me di cuenta de que yo también podría enseñar a otros chicos si hacía Magisterio. Aunque muchos, gracias a mi buena memoria y mis buenas notas, me recomendaron “apuntar un poco más alto que ser maestro de escuela”.
En los tiempos de la transición política -1975-1978- cursé Magisterio en Zaragoza. En la Escuela Universitaria aprendí poco, muy poco, pero saqué notas excelentes y me convertí en funcionario por acceso directo.
Mi primer destino: Unitaria de Sancho Abarca-Tauste con catorce niños de cuatro niveles. Empecé a dar clases y clases, a explicar temas y temas, a “aburrir” a los niños, a agobiarme yo, a hacer exámenes sin conocimiento, porque eso era lo que habían hecho conmigo y asé era cómo yo había aprendido. Pronto me di cuenta de que los chicos aprobaban los exámenes pero se les olvidaba todo enseguida, creyendo que así realmente no aprendían. En aquel momento pensé que era un mal maestro, estando a punto incluso de dimitir y renunciar al puesto de trabajo. Sin embargo, tras haberle comentado cuál era mi propósito a la veterana maestra del pueblo de al lado, reconsideré mi actitud. A partir de ese instante, tomé la determinación de acudir todos los días a Santa Engracia-Tauste para que Carmen me empezara a enseñar a “ser maestro” : “Deja un poco de lado los libros de texto, enséñales lo fundamental, parte la pizarra en cuatro partes para cada nivel, mientras explicas a los de segundo que los de cuarto den de leer a los de primero…” Siguiendo al pie de la letra estas recomendaciones, empecé a aprender a ser maestro y mejoré siendo maestro acudiendo a cursos y cursos, con grupos de trabajo, seminarios, lectura, etc. en los centros de profesores. Sabía que era maestro volcado con mis chavales pero que estaba actuando como la mayoría de mis profesores de instituto, y en los años 80 sufrí una crisis de identidad profesional. Esta crisis me animó a entrar con ilusión en grupos de innovación, en programas como el de integración escolar. Entonces es cuando “mandé más que los libros de texto” y empecé a sentirme fraile salesiano: sabía que otra escuela era posible.
Actualmente tengo responsabilidades educativas en el CPR de Ejea de los Caballeros. Cuando vuelva a la escuela lo haré con la idea de “enseñar a mis chic@s a aprender haciendo”, de compensar desigualdades sociales, de ayudarles a ordenar sus cabezas, de sacar lo mejor de sí mismos, de prepararles tareas para que “todos” puedan aprender, y crecer, y ser, y querer… para que sean buenas personas y lo más competentes posible como ciudadanos. Es la jubilación. Toda una vida para acabar aprendiendo esto.

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